Una introducción a una obra en proceso que pretende
reivindicar todos los recuerdos de infancia. Esta fotografía corresponde a una antigua casa de esparto, típica de los páramos en las
laderas de la cordillera central en el eje cafetero; es la vieja casa de
Romerales donde aún rondan muchos de mis fantasmas.
COCINANDO LA VIDA
La
casa era una isla en medio de la nada. Incrustada en todo lo alto de una loma,
era una construcción típica de tierra fría, con paredes de tabla y techos
metálicos de hojalata que prolongaban el sonido de la lluvia. Su cocina tenía altas tapias, bancos de madera
donde se acurrucaban peones y peregrinos alrededor del fogón de leña para
calentar el alma y los alimentos en las largas noches polares, era un sitio
mágico, casi surrealista, donde el tiempo parecía detenerse y la luz adquiría
otros matices al mezclarse con la palidez de las brasas; en esta atmósfera los
hombres rudos de la montaña liberaban sus angustias y miedos en un exorcismo
comunitario, que muchas veces se prolongaba hasta el amanecer.
La
cocina también era el primer lugar donde se percibía el ambiente festivo
de la navidad y se lloraba el último
deceso; guardaba tesoros indescriptibles de chocolate en sus entrañas, pócimas
secretas y extraños brebajes que provocaban oleadas de histeria en la población
infantil. Si la casa era el mundo, la
cocina era el corazón donde palpitaba la vida; Así de sencilla era la doctrina
por la que muchos de sus habitantes morirían de hambre años después en pleno
destierro.
Más allá de la cocina se extendían otros
dominios tan vastos y ajenos como la imaginación; pero era allí en esos fogones
prehistóricos de piedra donde precisamente se decantaban todos los sabores y olores
de la comarca que luego envolvían la casona en un cálido abrazo maternal y convocaba a los náufragos del páramo alrededor de la mesa.
La historia entonces también partía de
las cocinas y de los cuartos contiguos que a manera de despensa guardaban los
frutos de la tierra y los ingredientes secretos de los guisos con los cuales se
adornaban los frisoles al final de cada jornada; eran tiempos pastoriles donde cada amanecer arrancaba a las cuatro de
la mañana con el despertar de los jornaleros y el arreo de las mulas para la
encomienda del día; entonces se discurría en solitario por caminos de tierra
que atravesaban la montaña y el arriero adquirió toda su carga poética del paisaje, recogió los anécdotas en la letra menuda de sus versos; prolongó la rutina en las metáforas exquisitas de sus leyendas. Una profunda simbiosis entre la vida y las costumbres campesinas de sus protagonistas, que
años más tarde sería descuartizada por los tiempos “modernos”, aún antes de los
primeros asesinos.
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