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  • La sociedad de los poetas muertos

viernes, 12 de agosto de 2011

LA CASA (Intro)

                          

Una introducción a una obra en proceso que pretende reivindicar todos los recuerdos de infancia. Esta fotografía corresponde  a una antigua casa de esparto, típica de los páramos en las laderas de la cordillera central en el eje cafetero; es la vieja casa de Romerales donde aún rondan muchos de mis fantasmas.

COCINANDO LA VIDA

La casa era una isla en medio de la nada. Incrustada en todo lo alto de una loma, era una construcción típica de tierra fría, con paredes de tabla y techos metálicos de hojalata que prolongaban el sonido de la lluvia.  Su cocina tenía altas tapias, bancos de madera donde se acurrucaban peones y peregrinos alrededor del fogón de leña para calentar el alma y los alimentos en las largas noches polares, era un sitio mágico, casi surrealista, donde el tiempo parecía detenerse y la luz adquiría otros matices al mezclarse con la palidez de las brasas; en esta atmósfera los hombres rudos de la montaña liberaban sus angustias y miedos en un exorcismo comunitario, que muchas veces se prolongaba  hasta el amanecer.
La cocina también era el primer lugar donde se percibía el ambiente festivo de  la navidad y se lloraba el último deceso; guardaba tesoros indescriptibles de chocolate en sus entrañas, pócimas secretas y extraños brebajes que provocaban oleadas de histeria en la población infantil.  Si la casa era el mundo, la cocina era el corazón donde palpitaba la vida; Así de sencilla era la doctrina por la que muchos de sus habitantes morirían de hambre años después en pleno destierro.
 Más allá de la cocina se extendían otros dominios tan vastos y ajenos como la imaginación; pero era allí en esos fogones prehistóricos de piedra donde precisamente se decantaban  todos los sabores y olores de la comarca que luego envolvían la casona en un cálido abrazo maternal y convocaba a los  náufragos del páramo alrededor de la mesa.  La historia entonces también partía de las cocinas y de los cuartos contiguos que a manera de despensa guardaban los frutos de la tierra y los ingredientes secretos de los guisos con los cuales se adornaban los frisoles al final de cada jornada; eran  tiempos pastoriles  donde cada amanecer arrancaba a las cuatro de la mañana con el despertar de los jornaleros y el arreo de las mulas para la encomienda del día; entonces se discurría en solitario por caminos de tierra que atravesaban la montaña y el arriero adquirió toda su carga poética del paisaje, recogió los anécdotas en la letra menuda de sus versos; prolongó la rutina en las metáforas exquisitas de sus leyendas. Una profunda simbiosis entre la vida y las costumbres campesinas de sus protagonistas, que años más tarde sería descuartizada por los tiempos “modernos”, aún antes de los primeros asesinos.

 El mojón de madera se alzaba como una esfinge en toda la entrada de la hacienda.  Marcaba el punto exacto donde se mezclaban todos los aires del páramo y se perdía la línea del horizonte, entre los primeros vestigios de monte y la extensa llanura.  Un poco más allá las montañas diluidas entre la neblina apenas se insinuaban.  Todo era lento y silencioso, casi Imperceptible.  La lluvia como parte natural de la rutina, trasformaba todas las cosas en algo turbio y pegajoso, desteñía el paisaje y la sonrisa de los hombres.  Era una tierra semilíquida donde los alfareros moldeaban a su antojo la realidad mientras se cubría con un caparazón de herrumbre el corazón de todas las cosas vivientes.  Los cenagales habían devorado partes de la montaña e interrumpían el paisaje con sus espejos de agua; también dejaban al descubierto el alma dura de la tierra de cuyas canteras se extraía el material necesario para construir los caminos, elaborar las artesas para moler el maíz y erigir las catedrales en cuyas gárgolas se domesticaba a los incrédulos.  
Carlos Murcia

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